sábado, 17 de abril de 2021

Novela medieval

 La noche,  o lo que fuera aquel agujero negruzco  abierto en el transcurrir atropellado de las postreras horas del día,  se pegaba a  las ropas, a la carne, a los huesos y a los propósitos de todos los desgraciados que en esos  momentos no pudieran calentarse las gélidas pelotas ante unas confortables  llamas, bailoteantes en el alma de cualquier hogar bien resguardado.

Las callejuelas,  desiertas y apenas iluminadas por la tenue luz que se vertía a través de algún ventanuco, se iban tragando  a las dos sombras que avanzaban haciendo crujir  el escarchado barrizal  con cada paso cauteloso. 
Al cabo, se detuvieron ante la puerta de una antigua y destartalada construcción de dos plantas. Una de las sombras propinó  varias puñadas sobre la superficie de vieja madera carcomida.  Esperaron  estremecidos  hasta que la pesada hoja se movió, chirriando tristemente,  para permitirles el paso.
     —Habéis tardado demasiado —les recibió el  áspero gruñido— Arnaulfo se halla al punto del arrebato,  casi  no  nos es dado contenerlo.  Albergábamos el temor de que ya no acudiríais.
     —Nos hemos visto obligados a dar un amplio rodeo  para sortear a los hombres de armas del conde. Aunque, gracias al cielo,  henos ya  aquí: sanos y salvos.
     —¡Entrad pues de una vez, gaznápiros!  —les conminó la voz, hecha trueno, que surgió desde el interior de la casa.— ¡Entrad prestos a ofrecerme esas  nuevas  y  reconfortáos después con sendos picheles de vino caliente!
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Gaultier de Tornassole dejó que la aguzada punta del cálamo trazara las líneas de la última palabra, antes de depositar suavemente la pluma de ganso sobre la tapa del gastado escritorio.  Después tomó la salvadera y espolvoreó diestramente,  permitiendo que la fina arena cubriera el apretado párrafo manuscrito en la rugosa superficie de basto papel.
     —¡Inagotables son las cuitas que me procura este malhadado oficio mío de escribir, voto a tal! —escapó agriamente de los labios de Gaultier; aunque en el abigarrado y oscurecido chiscón,  que le servía a la vez de taller de amanuense, dormitorio de noctámbulo, comedor de eterno hambriento y vaya Dios a saber qué ocasionales y poco piadosas utilidades más… no hubiese persona alguna que pudiera escucharlo.
Cerrando los ojos, frotó con suavidad la piel de sus párpados, ayudándose para ello de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Después, alzándose del tosco taburete en el que había permanecido sentado, se dirigió hacía el desvencijado camastro, si no mezquina yacija, que se mostraba arrumbado contra una de las paredes del cuarto.  Dejó que su cansado cuerpo se tendiera sobre la escasamente mullida colchoneta y allí liberó sus pensamientos para que volasen en busca de una  inspiración, tantas veces negada, que le permitiera continuar hilvanando el argumento de la novela que estaba intentando escribir.   
     
    «Los hombres recién llegados y ateridos...    despojarse de las negras y humedecidas capas... Arnaulfo los invitará a tomar asiento… dispondrán ante ellos sendos picheles de vino… compartirán las nuevas que portan,  respecto a la disposición de los Consejos de las dos villas del norte para apoyar la rebelión nacida contra la tiranía del conde Legman.   ¿Y las posibles represalias del  rey, en el caso de que la revuelta triunfe? Porque si no triunfa… Habrá que crear la figura de otro noble que interceda por ellos ante el soberano…»

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… Ante los ojos de los abatidos lugareños los cuerpos de Arnaulfo y sus lugartenientes se balanceaban trágicamente al extremo de las gruesas sogas de cáñamo. A lomos de su corcel de guerra, el conde Legman contemplaba altivo la escena, mientras una siniestra sonrisa se le dibujaba en el curtido rostro. 
                                                                                                                                      
Roberto suspiró satisfecho al tiempo que su mano accionaba la palanca de retorno de la veterana Lexicon 80.  Una vez liberado el folio, lo tomó con gesto cansado y la intención de depositarlo sobre el montón que aguardaba a un lado de la mesa.  Se detuvo unos instantes con la hoja de papel en suspenso, dudando si volver a deslizarla en el rodillo para escribir la palabra fin; en su afán por terminar aquella puñetera novela medieval había olvidado ese detalle. Desistió finalmente y la que sería última página del libro ocupó el lugar que le correspondía en la organizada pila.

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