sábado, 17 de abril de 2021

El puente

 
























El hombre llegó caminando hasta la mitad del largo y silencioso puente, aspiró profundamente una bocanada de fría atmósfera nocturna y se inclinó despacio sobre el parapeto.
Un estremecimiento acompañó a la visión de las negras y heladas aguas que esperaban dos decenas de metros más abajo. Rebuscó sin prisa en uno de los bolsillos del abrigo y extrajo una piedra del tamaño de un huevo de gallina, unida a un trozo de cordel de unos cincuenta centímetros que depositó sobre el barandal. Después sacó del bolsillo interior de su chaqueta una elegante y reluciente pluma estilográfica,  atándola  con suma delicadeza al extremo libre del cordel.
Un individuo, igualmente solitario, observaba la escena a escasa distancia;  recortada su silueta contra el fondo de la noche por la mortecina luz de una farola.
Sobresaltado escuchó casi al mismo tiempo los pasos de la sombra al acercarse y su voz cuando le habló.
−Buenas noches, amigo. Perdone la intromisión, pero... ¿qué está usted haciendo?
−Lo que importa no es lo que estoy haciendo, sino lo que voy a hacer.
−Discúlpeme, pero no acabo de entenderlo...
−Voy a poner fin a un estúpido sueño, a un cúmulo de años perdidos.
−Sigo sin comprender...
−Voy a suicidar mi vocación literaria, voy a liquidar de un golpe mi inexistente futuro como escritor.
− ¡Pero, hombre de Dios! ¿Cómo puede usted decir eso? ¡Cómo puede siquiera pensar en tal desatino!
−Estoy firmemente decidido, no puedo soportar por más tiempo está cruel situación. Le ruego que no se entrometa.
−Aguarde, recapacite... sea usted coherente. ¿Qué terrible desengaño puede llevarlo a cometer semejante locura?
−Eso es precisamente: locura.  La locura de ver pasar la vida ante mí, negándome el logro de mis más preciados anhelos.
−Pero, es usted un hombre joven, dispone de mucho tiempo para enmendar... lo que sea que haya podido salir mal. Cualquier solución es posible aún.
−No, ya no hay tiempo más que para este liberador final y el olvido.
−Dígame al menos qué es lo que le atormenta, qué es lo que le arrastra a tan desesperada situación.
−Nadie me lee. Nadie aprecia mis escritos. Todos desdeñan mi trabajo literario.
−Pero, tal vez no ha puesto usted el suficiente empeño. Quizás un cambio de género…, o de estilo...
−Lo he intentado todo: poesía, novela, ensayo, género epistolar, crónica, incluso teatro y libretos de zarzuela... Siendo niño los maestros se olvidaban de corregir mis redacciones escolares, ni siquiera los Reyes Magos leían mis cartas; trayéndome siempre lo que yo no les pedía. ¿Qué más pruebas quiere de mi rotundo fracaso?
− ¿Por qué no escribe usted un libro de cocina...?
− ¡No me venga con  estupideces, hombre!
−No se exaspere, por favor,  y guarde la calma.
−No insista. Y ahora, permítame usted que dé fatal cumplimiento a los designios de mi infausto destino. Le ruego que se aparte.
−Espere, se me acaba de ocurrir algo. Creo que tengo la solución perfecta: ¡Conviértase usted en crítico literario!
− ¿Cómo dice?
− ¡Sí, eso es! Vénguese usted. Dedíquese a criticar sin piedad. Despedace los fatuos sueños de los que intentan abrirse camino. Haga que se hundan en el fango de su propia desesperación. Déles a probar la amarga medicina que ahora mismo se siente usted obligado a tragar.
−Oiga, pues bien pensado...  no parece una mala idea.
− ¡Claro, joven, no lo dude! Ante usted se abre un nuevo y pleno futuro destruyendo vanas ilusiones. ¡Corra, amigo, corra y critique!
Y el hombre, bañado por el resplandor de una nueva y firme esperanza, desató con dedos trémulos su pluma estilográfica y, sin mirar atrás, se fundió con la noche sobre la plataforma del silencioso puente.
La ahora solitaria silueta, recortada por la luz del farol, permaneció allí; sumida en sus pensamientos. Con su mano derecha extrajo del bolsillo interior de la chaqueta una elegante y reluciente pluma estilográfica, que ató con delicadeza al extremo libre del cordel que aún permanecía sobre la baranda.
Después, acompañando el movimiento con una cansada sonrisa, arrojó la pluma lastrada por encima del parapeto, hacia la negrura de las heladas aguas que esperaban dos decenas de metros más abajo, y que se abrieron para recibirla.

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