sábado, 17 de abril de 2021

Club de Jazz

 El borde afilado de su nombre me cortaba los labios.  Un denso ritmo de jazz acomodaba mis ojos al contoneo de sus caderas. La más sinuosa y lábil de las tentaciones se había vaciado completamente en aquel moldeado corpóreo. Tras ella mi voz cabalgó sobre el procaz tempo que sostenían los pizzicatos, tratando de alcanzarla en forma de la más lasciva de las caricias. Las notas sugirieron obscenos placeres: recuerdos cercanos de una piel, aromas que asaltaban alguno de mis sentidos castigado por la más atroz de las ausencias. El murmullo seco del hi hat me arrastraba... Cuando ella se volvió adiviné que no estaba sola. Intuí su cama ajena a mi amargo y lúbrico deseo. Sabía que su otrora abandono a mi lujuria, no se haría eco esta vez en el gemido que rae la noche cuando la locura se desata.  Colgué mi desesperación en la sima caliente de su escote y cuando superé el vértigo de luces y sombras alcancé a ver su triunfo en el reflejo de mi triste derrota.

Con su mirada me negó, sonriendo, el sabor de su carne.
Hablamos, sí, aunque las palabras nacieran muertas.
Propusimos, también,  aunque el futuro no admitiera  ya promesa alguna.
Cuando se marchó, el denso ritmo de jazz acomodó mis ojos una vez más al contoneo de sus caderas. El saxo rió improvisando su burla de negrísimas  cadencias. Desde la barra, la humedad de un bourbon me llamaba a un concierto de horas perdidas, a un deprimido y jodido solo sin ella...

Entonces me desperté.  La boca pastosa. El acre sabor, consecuencia de la sucesión de malos y peores tragos de horas anteriores, dominaba mi atenazado sentido del gusto.  Utilicé el pulgar derecho para alzar levemente el ala del  borsalino por encima de la mirada y comprobar que estaba en mi destartalado despacho,  con los pies plantados sobre la revuelta mesa de trabajo.
Afuera, en la negritud de la noche, sonaban las sirenas de los coches policiales; confirmándome que el delito nunca descansa. 
Al otro lado del cuchitril que me servía de oficina  —la mayoría de las noches también de improvisado dormitorio— una puerta traslúcida me permitía adivinar, con difusa precisión al contraste de la tenue luz que llegaba del corredor exterior,  el texto rotulado sobre el cristal:


Mis enturbiados y somnolientos ojos aún se balanceaban en la primera curva de la o final,  cuando el maldito teléfono comenzó a sonar estridentemente...

¡Coño! En ese momento  sí que me despabilé de verdad: clamaba el puñetero despertador... las seis de la mañana. ¡Hala! a levantarse y a currar, como un verdadero campeón...  Por los mocos de Djaggawul, que estoy hasta los mismísimos de ser un jodido currante.

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