sábado, 17 de abril de 2021

El doctor Gato y mister Miau

 




          Modestísimo homenaje a Robert Louis Setevenson



El doctor Gato y mister Miau



Cierto día un científico, casi provecto y achacoso anciano conocido como doctor Gato, halló la recompensa a sus muchas horas de estudio y trabajo: una fórmula genial y sorprendente que podría devolverle el vigor, la energía y la fuerza de su lejana juventud. Se administró, alborozado,  una dosis de su descubrimiento y esperó... A los pocos instantes creyó morir: una hormigonera de obras públicas parecía girar inmisericorde en el interior de su panza, los bigotes se le estiraron en sentidos opuestos, tensos como sirgas portuarias, traccionando y dilatando su hocico con clara intención de duplicarle la cara. Su corazón trepidaba como el solo de una batería de jazz y los ojos... ¡qué horror, aquellos ojos!  desmesuradamente abiertos mostraban la llamativa disposición cromática de la bandera gay.  Preso de terribles convulsiones se derrumbó bajo la mesa del laboratorio y allí quedó seminconsciente. Al cabo de unos minutos, asomando por el borde de la mesa, reapareció un gatazo negro de impresionante apariencia que nada tenía que ver, físicamente, con el vetusto y apolillado doctor Gato.
Tras buscar ansioso un espejo, donde poder comprobar el resultado de su experimento, éste le devolvió la atractiva imagen de un ser desconocido, que le miraba con expresión malévola.


— ¡Ha, ha! —exclamó— Me llamo Miau, Mr. Miau.

Novela medieval

 La noche,  o lo que fuera aquel agujero negruzco  abierto en el transcurrir atropellado de las postreras horas del día,  se pegaba a  las ropas, a la carne, a los huesos y a los propósitos de todos los desgraciados que en esos  momentos no pudieran calentarse las gélidas pelotas ante unas confortables  llamas, bailoteantes en el alma de cualquier hogar bien resguardado.

Las callejuelas,  desiertas y apenas iluminadas por la tenue luz que se vertía a través de algún ventanuco, se iban tragando  a las dos sombras que avanzaban haciendo crujir  el escarchado barrizal  con cada paso cauteloso. 
Al cabo, se detuvieron ante la puerta de una antigua y destartalada construcción de dos plantas. Una de las sombras propinó  varias puñadas sobre la superficie de vieja madera carcomida.  Esperaron  estremecidos  hasta que la pesada hoja se movió, chirriando tristemente,  para permitirles el paso.
     —Habéis tardado demasiado —les recibió el  áspero gruñido— Arnaulfo se halla al punto del arrebato,  casi  no  nos es dado contenerlo.  Albergábamos el temor de que ya no acudiríais.
     —Nos hemos visto obligados a dar un amplio rodeo  para sortear a los hombres de armas del conde. Aunque, gracias al cielo,  henos ya  aquí: sanos y salvos.
     —¡Entrad pues de una vez, gaznápiros!  —les conminó la voz, hecha trueno, que surgió desde el interior de la casa.— ¡Entrad prestos a ofrecerme esas  nuevas  y  reconfortáos después con sendos picheles de vino caliente!
                                                                    --------

Gaultier de Tornassole dejó que la aguzada punta del cálamo trazara las líneas de la última palabra, antes de depositar suavemente la pluma de ganso sobre la tapa del gastado escritorio.  Después tomó la salvadera y espolvoreó diestramente,  permitiendo que la fina arena cubriera el apretado párrafo manuscrito en la rugosa superficie de basto papel.
     —¡Inagotables son las cuitas que me procura este malhadado oficio mío de escribir, voto a tal! —escapó agriamente de los labios de Gaultier; aunque en el abigarrado y oscurecido chiscón,  que le servía a la vez de taller de amanuense, dormitorio de noctámbulo, comedor de eterno hambriento y vaya Dios a saber qué ocasionales y poco piadosas utilidades más… no hubiese persona alguna que pudiera escucharlo.
Cerrando los ojos, frotó con suavidad la piel de sus párpados, ayudándose para ello de los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Después, alzándose del tosco taburete en el que había permanecido sentado, se dirigió hacía el desvencijado camastro, si no mezquina yacija, que se mostraba arrumbado contra una de las paredes del cuarto.  Dejó que su cansado cuerpo se tendiera sobre la escasamente mullida colchoneta y allí liberó sus pensamientos para que volasen en busca de una  inspiración, tantas veces negada, que le permitiera continuar hilvanando el argumento de la novela que estaba intentando escribir.   
     
    «Los hombres recién llegados y ateridos...    despojarse de las negras y humedecidas capas... Arnaulfo los invitará a tomar asiento… dispondrán ante ellos sendos picheles de vino… compartirán las nuevas que portan,  respecto a la disposición de los Consejos de las dos villas del norte para apoyar la rebelión nacida contra la tiranía del conde Legman.   ¿Y las posibles represalias del  rey, en el caso de que la revuelta triunfe? Porque si no triunfa… Habrá que crear la figura de otro noble que interceda por ellos ante el soberano…»

                                                                     -------

… Ante los ojos de los abatidos lugareños los cuerpos de Arnaulfo y sus lugartenientes se balanceaban trágicamente al extremo de las gruesas sogas de cáñamo. A lomos de su corcel de guerra, el conde Legman contemplaba altivo la escena, mientras una siniestra sonrisa se le dibujaba en el curtido rostro. 
                                                                                                                                      
Roberto suspiró satisfecho al tiempo que su mano accionaba la palanca de retorno de la veterana Lexicon 80.  Una vez liberado el folio, lo tomó con gesto cansado y la intención de depositarlo sobre el montón que aguardaba a un lado de la mesa.  Se detuvo unos instantes con la hoja de papel en suspenso, dudando si volver a deslizarla en el rodillo para escribir la palabra fin; en su afán por terminar aquella puñetera novela medieval había olvidado ese detalle. Desistió finalmente y la que sería última página del libro ocupó el lugar que le correspondía en la organizada pila.

Club de Jazz

 El borde afilado de su nombre me cortaba los labios.  Un denso ritmo de jazz acomodaba mis ojos al contoneo de sus caderas. La más sinuosa y lábil de las tentaciones se había vaciado completamente en aquel moldeado corpóreo. Tras ella mi voz cabalgó sobre el procaz tempo que sostenían los pizzicatos, tratando de alcanzarla en forma de la más lasciva de las caricias. Las notas sugirieron obscenos placeres: recuerdos cercanos de una piel, aromas que asaltaban alguno de mis sentidos castigado por la más atroz de las ausencias. El murmullo seco del hi hat me arrastraba... Cuando ella se volvió adiviné que no estaba sola. Intuí su cama ajena a mi amargo y lúbrico deseo. Sabía que su otrora abandono a mi lujuria, no se haría eco esta vez en el gemido que rae la noche cuando la locura se desata.  Colgué mi desesperación en la sima caliente de su escote y cuando superé el vértigo de luces y sombras alcancé a ver su triunfo en el reflejo de mi triste derrota.

Con su mirada me negó, sonriendo, el sabor de su carne.
Hablamos, sí, aunque las palabras nacieran muertas.
Propusimos, también,  aunque el futuro no admitiera  ya promesa alguna.
Cuando se marchó, el denso ritmo de jazz acomodó mis ojos una vez más al contoneo de sus caderas. El saxo rió improvisando su burla de negrísimas  cadencias. Desde la barra, la humedad de un bourbon me llamaba a un concierto de horas perdidas, a un deprimido y jodido solo sin ella...

Entonces me desperté.  La boca pastosa. El acre sabor, consecuencia de la sucesión de malos y peores tragos de horas anteriores, dominaba mi atenazado sentido del gusto.  Utilicé el pulgar derecho para alzar levemente el ala del  borsalino por encima de la mirada y comprobar que estaba en mi destartalado despacho,  con los pies plantados sobre la revuelta mesa de trabajo.
Afuera, en la negritud de la noche, sonaban las sirenas de los coches policiales; confirmándome que el delito nunca descansa. 
Al otro lado del cuchitril que me servía de oficina  —la mayoría de las noches también de improvisado dormitorio— una puerta traslúcida me permitía adivinar, con difusa precisión al contraste de la tenue luz que llegaba del corredor exterior,  el texto rotulado sobre el cristal:


Mis enturbiados y somnolientos ojos aún se balanceaban en la primera curva de la o final,  cuando el maldito teléfono comenzó a sonar estridentemente...

¡Coño! En ese momento  sí que me despabilé de verdad: clamaba el puñetero despertador... las seis de la mañana. ¡Hala! a levantarse y a currar, como un verdadero campeón...  Por los mocos de Djaggawul, que estoy hasta los mismísimos de ser un jodido currante.

Kasual encuentro


Versión 1

Te encontré frente a la K, aquella tarde áspera de lluvia inerte, junto a Keats y Kavafis, mientras en el exterior el agua se escurría perezosa sobre sí misma. Tú buscabas algo de Marie Luis Kaschnitz, lo admitiste después; pero me hallaste a mí, que ni siquiera empiezo por K. "Siempre has estado jodidamente fuera de lugar",  me definiste en cierta  ocasión,  y no  creo que estuvieras nunca más acertada.


                                                                       _____


Él,  confiesa no  saber qué hacía esa tarde de abril en aquella librería, añeja y desconocida, cuando debía estar sentado en el sillón clínico de su dentista. Entró para curiosear, pero puede que lo hiciera sólo porque intuía que ella estaba allí: cosas de la serendipia, sin duda.

—Me gustaría ayudarte —le dijo a la brillante y lacia melena castaño-rojiza, tras la que se escondía lo que sólo podía ser un bello rostro.

En el recuerdo de él,  ese fue el principio de todo. Aunque no parece que ambos estén plenamente de acuerdo. 
La melena  tornasolada se giró  y el encuentro con los dos dardos color miel le hizo presagiar que el resto no iba a ser fácil.

—¿Trabajas aquí? —fue la pregunta de ella.
—No, pero aun así me gustaría ayudarte —insistió él, parapetándose detrás del  gesto que  pretendía que ella aceptara  como una seductora sonrisa.

Estaba preparado para encajar alguna frase como: “¿Se puede saber de qué vas?” “¿No tienes otra cosa mejor que hacer?”. Pero la lógica inesperada de la repuesta le dejó tan aturdido como desnudo de argumentos ante aquellas estanterías repletas de viejos libros.

—Entonces… ¿quién eres? —preguntó la muchacha con fría naturalidad.
—Soy...

El lomo de un ejemplar de "El Guardián Entre el Centeno" le salto a los ojos desde uno de los estantes cercanos, acudiendo providencialmente en su ayuda.

—Soy el guardián, el guardián del secreto —improvisó.

La sombra de escepticismo nublando la mirada de la joven,  semidescubrió la parte más inquietante  de un pensamiento que no auguraba nada bueno: "Otro gilipollas inmaduro, alucinando con Dragones y Mazmorras"

—¿Y cuál es ese secreto? —inquirió ella, después de unos tensos segundos. Él adivinó que estaba a punto de zanjarse la incipiente relación, si no acertaba con la adecuada réplica.
—Si te lo digo ya no sería un secreto y entonces... —ella pareció conceder una tregua que permitió al hombre bucear en  los ojos femeninos y apreciar una sombra de duda.
—Quizás... ¿tendrías que matarme?

En ese momento él especuló con la posibilidad de que hubiera pasado lo peor

—En absoluto —responió —creo que tendría que matarme yo.

Esta vez  pareció que era a ella a quien embargaba la sorpresa. 

—Es que... no puede haber dos guardianes —prosiguió él —si el secreto es revelado,  el anterior guardián debe morir.
—O sea, que tu desdichado antecesor tuvo que quitarse voluntariamente de en medio para que tú ascendieras de categoría —la expresión divertida pintada en el juvenil semblante, fue la mejor invitación que él pudo recibir para seguir urdiendo.
—Para nada, el tipo murió de viejecito. Yo simplemente pasaba por allí y él me transmitió el secreto. Desde entonces soy yo el guardián.


                                                                      _____

Aquella misma noche acepté cenar contigo en el romántico y acogedor bistró donde, luego me lo confesaste, nunca habías llevado a una cita la primera vez. Después, y aunque no recuerdo haberte invitado, acabaste durmiendo en mi cama; en mi, según tus palabras, bohemio y caótico apartamento de estudiante de arte emancipada. Sí recuerdo que navegásemos algún océano de piel al amparo de la penumbra. Creo que incluso alcanzamos el confín del universo en un par de ocasiones, pero he  olvidado si desayunamos juntos a la mañana siguiente.


Versión 2

Te encontré frente a la K aquella tarde áspera de lluvia inerte  —junto a Keats y Kavafis— mientras que en el exterior el agua se escurría perezosamente sobre sí misma. Tú buscabas algo de Marie Luis Kaschnitz, lo admitiste después; pero me hallaste a mí que nunca empecé por K.  "Siempre has estado jodidamente fuera de lugar",  te he escuchado en varias ocasiones;  como si me marcaras. Sospecho que siempre estuviste en lo cierto.


Ni siquiera sé que hacía esa tarde de abril en aquel librero de antiguo, cuando debería ir camino del sillón clínico de mi dentista. Entré para curiosear, pero puede que lo hiciera sólo porque tú estabas allí; aunque se supone que eso debería de ignorarlo: cosas de la serendipia, sin duda.
—Me gustaría ayudarte —le dije a la brillante y lacia melena castaño-rojiza que casi ocultaba tu rostro.
Yo siempre quise creer que ese fue el principio de todo, pero tú siempre te has obstinado en negarlo. La melena de pulido tornasol se giró hacia mí y el encuentro con los dos dardos de color de miel me hizo presagiar que el resto no iba a ser precisamente fácil.
— ¿Trabajas aquí? —recuerdo que me preguntaste.
—No, pero aún así me gustaría ayudarte —insistí parapetándome detrás del gesto que yo pretendía que tú aceptarás como una seductora sonrisa.
Estaba preparado para encajar alguna frase como: “¿Se puede saber de qué vas?” “¿No tienes otra cosa mejor que hacer?” . Pero la lógica inesperada de tu repuesta me dejó tan aturdido como desnudo de argumentos ante aquellas estanterías repletas de viejos libros.
—Entonces… ¿quién eres? —preguntaste con desconcertante naturalidad.
—Soy...
Un ejemplar de "El Guardián Entre el Centeno" saltándome a los ojos desde uno de los estantes, acudió providencialmente en mi ayuda.
—Soy el guardián, el guardián del secreto —improvisé.
La sombra de escepticismo nublándote la mirada me descubrió la parte que en ese momento más podía interesarme de  tus pensamientos: "Otro gilipollas inmaduro, alucinando con Dragones y Mazmorras"
— ¿Y cuál es ese secreto? —dijiste, y adiviné que estabas a punto de zanjar nuestro encuentro, si yo no acertaba con la adecuada réplica.
—Si te lo digo dejaría de ser un secreto, y entonces... —me concediste ese único segundo que me permitió bucear en tus ojos y apreciar una sombra de duda.
—Quizás... ¿tendrías que matarme?
En ese instante especulé con la posibilidad de que hubiera pasado lo peor
—En absoluto —respondí —creo que tendría que matarme yo.
Esta vez me pareció que la sorpresa te embargaba a ti
—No puede haber dos guardianes —proseguí —si el secreto es revelado,  el anterior guardián... debe morir.
—O sea, que tu desdichado antecesor tuvo que quitarse voluntariamente de en medio para que tú ascendieras de categoría —la expresión divertida pintada en tu rostro me animó a seguir inventando.
—Para nada, el pobre murió de viejecito. Yo simplemente pasaba por allí y el tipo me transmitió el secreto. Desde entonces soy yo el guardián.

                                                                      _______________


Te encontré frente a la K aquella tarde lluviosa;  junto a Keats y Kavafis. Buscaba algo de Marie Luis Kaschnitz; pero te hallé a ti que nunca empezaste por K.
Aquella misma noche acepté cenar contigo en el romántico y acogedor bistró donde, luego me lo confesaste, nunca habías llevado a ninguna de tus citas la primera vez.  Después, y aunque no recuerdo haberte invitado, acabaste durmiendo en mi cama; en mi, según tus palabras, bohemio y caótico apartamento de estudiante de arte emancipada. Sí recuerdo que navegamos océanos de piel al amparo de la penumbra. También creo que alcanzamos algún confín de volátiles universos en un par de ocasiones.  Pero no consigo recordar si desayunamos juntos  la mañana siguiente.

El puente

 
























El hombre llegó caminando hasta la mitad del largo y silencioso puente, aspiró profundamente una bocanada de fría atmósfera nocturna y se inclinó despacio sobre el parapeto.
Un estremecimiento acompañó a la visión de las negras y heladas aguas que esperaban dos decenas de metros más abajo. Rebuscó sin prisa en uno de los bolsillos del abrigo y extrajo una piedra del tamaño de un huevo de gallina, unida a un trozo de cordel de unos cincuenta centímetros que depositó sobre el barandal. Después sacó del bolsillo interior de su chaqueta una elegante y reluciente pluma estilográfica,  atándola  con suma delicadeza al extremo libre del cordel.
Un individuo, igualmente solitario, observaba la escena a escasa distancia;  recortada su silueta contra el fondo de la noche por la mortecina luz de una farola.
Sobresaltado escuchó casi al mismo tiempo los pasos de la sombra al acercarse y su voz cuando le habló.
−Buenas noches, amigo. Perdone la intromisión, pero... ¿qué está usted haciendo?
−Lo que importa no es lo que estoy haciendo, sino lo que voy a hacer.
−Discúlpeme, pero no acabo de entenderlo...
−Voy a poner fin a un estúpido sueño, a un cúmulo de años perdidos.
−Sigo sin comprender...
−Voy a suicidar mi vocación literaria, voy a liquidar de un golpe mi inexistente futuro como escritor.
− ¡Pero, hombre de Dios! ¿Cómo puede usted decir eso? ¡Cómo puede siquiera pensar en tal desatino!
−Estoy firmemente decidido, no puedo soportar por más tiempo está cruel situación. Le ruego que no se entrometa.
−Aguarde, recapacite... sea usted coherente. ¿Qué terrible desengaño puede llevarlo a cometer semejante locura?
−Eso es precisamente: locura.  La locura de ver pasar la vida ante mí, negándome el logro de mis más preciados anhelos.
−Pero, es usted un hombre joven, dispone de mucho tiempo para enmendar... lo que sea que haya podido salir mal. Cualquier solución es posible aún.
−No, ya no hay tiempo más que para este liberador final y el olvido.
−Dígame al menos qué es lo que le atormenta, qué es lo que le arrastra a tan desesperada situación.
−Nadie me lee. Nadie aprecia mis escritos. Todos desdeñan mi trabajo literario.
−Pero, tal vez no ha puesto usted el suficiente empeño. Quizás un cambio de género…, o de estilo...
−Lo he intentado todo: poesía, novela, ensayo, género epistolar, crónica, incluso teatro y libretos de zarzuela... Siendo niño los maestros se olvidaban de corregir mis redacciones escolares, ni siquiera los Reyes Magos leían mis cartas; trayéndome siempre lo que yo no les pedía. ¿Qué más pruebas quiere de mi rotundo fracaso?
− ¿Por qué no escribe usted un libro de cocina...?
− ¡No me venga con  estupideces, hombre!
−No se exaspere, por favor,  y guarde la calma.
−No insista. Y ahora, permítame usted que dé fatal cumplimiento a los designios de mi infausto destino. Le ruego que se aparte.
−Espere, se me acaba de ocurrir algo. Creo que tengo la solución perfecta: ¡Conviértase usted en crítico literario!
− ¿Cómo dice?
− ¡Sí, eso es! Vénguese usted. Dedíquese a criticar sin piedad. Despedace los fatuos sueños de los que intentan abrirse camino. Haga que se hundan en el fango de su propia desesperación. Déles a probar la amarga medicina que ahora mismo se siente usted obligado a tragar.
−Oiga, pues bien pensado...  no parece una mala idea.
− ¡Claro, joven, no lo dude! Ante usted se abre un nuevo y pleno futuro destruyendo vanas ilusiones. ¡Corra, amigo, corra y critique!
Y el hombre, bañado por el resplandor de una nueva y firme esperanza, desató con dedos trémulos su pluma estilográfica y, sin mirar atrás, se fundió con la noche sobre la plataforma del silencioso puente.
La ahora solitaria silueta, recortada por la luz del farol, permaneció allí; sumida en sus pensamientos. Con su mano derecha extrajo del bolsillo interior de la chaqueta una elegante y reluciente pluma estilográfica, que ató con delicadeza al extremo libre del cordel que aún permanecía sobre la baranda.
Después, acompañando el movimiento con una cansada sonrisa, arrojó la pluma lastrada por encima del parapeto, hacia la negrura de las heladas aguas que esperaban dos decenas de metros más abajo, y que se abrieron para recibirla.